Espacios de progreso social y económico, de calificación profesional, de investigación y excelencia, trampolín de nuevas posibilidades y afectos. Sitios que ayudan a construir ciudadanía, que curan, que dan de comer y que abrazan.
El jueves, el gobierno anunció un acuerdo que no existía con las universidades públicas. Ahora, amenaza con aplicar el protocolo antipiquetes. El objetivo es el mismo. Buscan desactivar la movilización del próximo martes que promete ser masiva en defensa de las casas de estudio. Según algunos rectores consultados, “hay una operación para desarmar la unidad y la fuerza del movimiento que comienza a tomar forma”. Alumnos, graduados, docentes, investigadores y personal administrativo y de servicios invitan a la sociedad a marchar y cuentan a Página/12 sus razones. Explican, en definitiva, cómo la universidad les cambió la vida porque nadie que ingresó a la pública sale de la misma manera.
Las universidades son espacios de docencia, investigación, extensión y comunicación. De hecho, buena parte de la ciencia que se realiza en Argentina depende de ellas. Los reactores nucleares, los satélites, los lanzadores, los fármacos para tratar cáncer, los diagnósticos rápidos para enfermedades y una vacuna para coronavirus configuran ejemplos de una lista interminable de logros. Además de los premios Nobel y la mayoría de los presidentes y representantes en cargos de relevancia, las instituciones transformaron y transforman la vida de millones.
En primer lugar, son sitios para mejorar el CV y cambiar de trabajo como puerta hacia una movilidad ascendente explícita. El derecho a estudiar se traduce en la posibilidad de acceder a diversas oportunidades. Un espacio que, en concreto, es fundamental para prepararse intelectualmente, como enuncia la abogada Ana Correa. “Mi mamá estaba separada y tenía 5 hijos. Mi padre no pasaba alimentos y la familia de mi madre no la ayudaba. Ella no pudo terminar su carrera porque había quedado embarazada. Mi sueño era ir a la universidad. ¡Pude ir a la UBA y mientras trabajar y ayudar a mi mamá!».
Correa pudo recibirse y ganar dos becas, de las cuales una le permitió seguir su formación en Inglaterra. En el presente, esa alegría continúa siendo familiar porque el legado pasa de generación en generación. Así lo expresa: “La universidad me ayudó a que se me abriera la cabeza, a tener una carrera de grado que me amplió la visión, a ganar una beca y a darle una alegría a mi mamá. Le estoy eternamente agradecida y me da mucha felicidad que un hijo mío ya haya elegido a la Universidad de Buenos Aires también”.
El comunicador y periodista de la UBA Ramón Indart tiene su propia anécdota: “Somos cuatro hermanos y mi vieja siempre nos dijo que sin la universidad pública no hubiéramos podido estudiar. El más grande es ingeniero industrial de la UBA, mi hermana kinesióloga de la UBA, el tercero dejó porque quería dedicarse a otras cosas y yo hice comunicación en la misma Universidad”. Y destaca: “Los cuatro siempre trabajamos a la par de la universidad y ese sueldo del laburo era para vivir, por ende ninguno hubiera sido un profesional con estudios sin la pública. Pasé los mejores años de mi vida”.
Conurbanas y cercanas
Para quienes viven en el conurbano, la emergencia de las universidades ancladas territorialmente significó, en muchos casos, el primer contacto con instituciones de educación superior. Por lo tanto, cursar una carrera y luego graduarse se traduce, antes que nada, en cumplir con un anhelo familiar. Como si el estudio universitario fuera el rubicón que hay que saltar; como si cada estudiante graduado funcionara como el ejemplo a seguir, como bandera de toda una familia.
Marianela Di Marco, comunicadora y personal administrativo y de servicios de la Universidad Nacional de Quilmes relata: “Para mí la Universidad lo es todo. Es mi casa, me dio la posibilidad de convertirme en una de las primeras graduadas en mi familia; me dio un espacio en el cual desarrollarme como profesional”. Desde aquí, se refuerza la importancia de la cercanía: no es menor tener un lugar dónde estudiar y que no tengas que viajar dos horas de ida y dos de vuelta para poder llegar cada día. “La verdad que sea una universidad que está en el conurbano, cerca de casa me facilitó poder acceder a una educación superior, porque de otra forma no lo hubiéramos logrado”, dice.
Bruno Nasso, estudiante de abogacía en la Universidad Nacional de Avellaneda refiere lo mismo: “Tener una universidad en tu ciudad te incentiva. Si tenés interés en estudiar una carrera, te da el empujón a hacerlo. Por primera vez, estoy a 10 minutos de casa, no aprovecharla sería un desperdicio”.
Territorio de afectos
Como el gobierno de Javier Milei decidió prorrogar el presupuesto de 2023 para 2024, la continuidad de las universidades peligra por falta de fondos. En concreto, con una inflación interanual superior al 280 por ciento, las instituciones no pueden afrontar gastos corrientes como el pago de la luz, el gas, el agua y la seguridad. La del Comahue fue la primera en patear el tablero al anunciar la cesación de pagos; la UBA se sumó después al decidir una política de ahorro que limita el encendido de luces durante el día en aulas y oficinas, así como también el uso de ascensores y calderas.
En el medio, a partir de diversas estrategias, el conjunto de instituciones universitarias manifiesta el desguace a través de comunicados y redes sociales. Las clases públicas afloran y las diferentes manifestaciones individuales toman envión de cara a la marcha federal del próximo martes, que a esta altura promete ser masiva. Dos millones y medio de estudiantes podrían quedar en un limbo si sus cursadas se paralizan y 300 mil trabajadores podrían quedar sin su sustento.
El caso de Nadia Luna, comunicadora y periodista que estudió en Universidad Nacional de La Matanza, funciona como síntesis perfecta. La Universidad le dio una formación, un trabajo y también afectos. Así lo narra: “Mi mamá es chaqueña, se tuvo que venir a Buenos Aires a limpiar pisos cuando terminó el secundario y no pudo seguir estudiando; mi viejo, tucumano, también se vino a Buenos Aires y trabajó toda su vida como operario de fábrica”. Continúa: “Ellos no pudieron estudiar, no tuvieron la posibilidad, pero sí me la pudieron dar a mí. Gracias a ellos y a la universidad pública me pude formar como profesional. De hecho, ahí también tuve mi primer trabajo como periodista. Me dio la educación, me dio el trabajo y los vínculos que hoy conservo, con los cuales crecí y a los cuales les debo mucho”.
En el presente, trabaja en la Universidad Nacional de San Martín y destaca el vínculo de las universidades con los territorios. “Los vínculos con el territorio hace que muchos pibes y pibas con padres que no fueron a la universidad puedan imaginarse yendo porque la tienen cerca, porque pueden acceder, porque pueden llegar. No imagino cómo alguien que haya pasado por la pública no salga a defenderla”.
Además, son lugares donde la gente se hace amigos, se enamora, define sus afectividades e, incluso, construye familias. En relación a ello, Susana Silveira comparte que lo mejor que le dejó la Universidad Nacional de La Plata fue un marido. “Terminé la secundaria e ingresé a la Facultad de Ingeniería. Conocí al que luego iba a ser mi pareja entrando a cursar la materia Física I; recuerdo que tuvimos que entrar por otra puerta porque la principal estaba cerrada. Solo cursé cuatro materias y empecé a salir con él, después dejé la carrera porque me di cuenta que no era para mí. Él terminó como ingeniero y yo seguí el profesorado de matemáticas. Los dos somos el producto de la educación pública e hicimos una vida juntos. Si no hubiera ido, mi vida sería otra”.
Lo colectivo como bandera
Las universidades son sitios en donde se construye la ciudadanía. De hecho, para muchos estudiantes son fundamentales esos primeros contactos con las públicas para darse cuenta de la existencia de distintas realidades. Gente con más y menos plata, más y menos preparada, con pasados más sólidos y más débiles, con más y menos suerte.
A estas universidades asisten personas que no solo estudian, sino que también trabajan a tiempo completo, que muchas veces, incluso, son el sustento de una familia. Por este motivo, desde la perspectiva de Nasso, el esfuerzo puede valorarse por partida doble: “Por lo menos a la universidad que voy yo siento que me conectó mucho con los sectores populares; vi otras realidades más de cerca. Me refiero al esfuerzo que hace un laburante que trabaja 10 o 12 horas por día, de ahí va a la Universidad y llega a la medianoche a su casa”, apunta.
Di Marco lo deja en claro: “Me ayudó a pensar, a discutir y me formó como una ciudadana con todas las letras”. Formarse como ciudadano con todas las letras, capaz de advertir otras trayectorias y subjetividades heterogéneas. En sintonía, lo apunta Rodrigo Quiroga, bioinformático y docente en la Universidad Nacional de Córdoba. “Sobre todo en la actualidad, las universidades son una primera puerta a relacionarse con otra gente; te cambia la perspectiva sobre la sociedad. Ir a la facu te expande los horizontes académicos, pero también los horizontes personales. Me refiero a la propia identidad: uno sale de la universidad siendo otra persona a la que era cuando comenzó”.
Abrir la cabeza, quebrar prejuicios, comprender que las cosas son de una manera pero bien podrían ser de otra: eso también se enseña en la pública. Escenarios donde no solo las aulas enseñan, sino también los pasillos, los carteles, las pintadas, los centros de estudiantes, todo. “Uno se construye como individuo con derechos políticos. Es la primera vez que uno comienza a pensar de manera colectiva, quizás a diferencia de la primaria o secundaria donde la lógica es más individual”, subraya Quiroga.
Comer, curar, abrazar
Basta con visitar los comedores universitarios para notar que muchas casas de estudio funcionan como lugares en donde los vecinos y los estudiantes de colegios cercanos comen alimentos nutritivos y más baratos. La lógica de lucro, en evidencia, no es la única que cuenta.
Como si fuera poco, también son sitios que curan. Los hospitales universitarios constituyen un fiel reflejo de eso. Cada año, para citar un caso emblemático, el Clínicas (CABA, Recoleta) atiende 365 mil consultas y realiza 9 mil cirugías. Pero también, hay otras, como la UNQ que durante la pandemia convirtió sus aulas en centros ambulatorios de cuidado para vecinos del barrio que se habían contagiado covid y no tenían una casa extra para aislarse, tal y como el protocolo indicaba.
Además de dar de comer y curar, abrazan. Personas que migran desde sus provincias, con un montón de ilusiones y proyectos, que se preparan toda su vida para estudiar en la pública. En efecto, no solo constituyen un orgullo nacional sino también de la región. Giovanna Franceschi es brasileña y cursa el 4° año de Medicina en la UBA. “Como cualquier inmigrante, como cualquier persona que viaja a otros lados, tenía muchos miedos e inseguridades. Lo único que me dejaba en paz era saber dónde iba a estudiar, saber que estaba dejando todo pero que iba a estudiar en la UBA. Una Universidad que tiene un nivel académico excelente y es reconocida en otros países me dejaba muy tranquila”. Después completa: “Estudiar en una universidad pública así es un privilegio que muy pocos países permiten”.
Los ciudadanos que no asistieron por su propia cuenta tienen algún vecino, amigo, pareja o profesional que lo atiende y que le resuelve sus problemas gracias a que se formó en la pública. Barrer con este orgullo puede salir mucho más caro que las partidas presupuestarias necesarias para regularizar la situación. Por el momento, el gobierno no la ve. O lo que es peor: sí la ve, pero se hace el distraído.